En mi juventud tenía un concepto bastante negativo de mí mismo. Tenía la sensación de que algo fallaba en mí o que no era suficiente para ser apreciado y aceptado por los demás.

Mi diálogo interno también era bastante negativo y me provocaba preocupación crónica por el futuro, me generaba miedos, desconfianza hacia mí y hacia los demás, autocrítica constante, baja autoestima y ansiedad. 

Con esta percepción de mí y de la vida fui creando defensas para protegerme de todo esto.

Y la principal fue la huida.

Me fui separando de los demás y del mundo para que no me dañaran. Al no sentirme lo suficientemente valioso  fui dejando de hacer las cosas que me interesaban y pasé a hacer otras que no me interesaban  lo más mínimo, pero que consideraba más a mi alcance o eran bien vistas por los demás.

No quería arriesgarme a fracasar o a sentirme rechazado.

Dejé de escucharme y de vivir mi vida y empecé a defenderme de la vida.

En definitiva, empobrecí mi vida tanto a nivel personal como profesional. Esta dinámica produjo en mí un sentimiento de vacío, frustración y malestar en mi vida. No me gustaba la idea que tenía de mí ni la vida que estaba llevando.